Comentario
Pretendemos en las siguientes líneas reflexionar, una vez más, sobre determinados aspectos más o menos globales que, de algún modo, puedan extraerse o deducirse de lo hasta aquí dicho y que, a manera de resumen o extracto, puedan ser clarificadores y, desde luego, nunca como conclusiones definitivas ni siquiera respecto a lo comentado, sino como ideas abiertas y con intención de que sean, en la medida que esto es posible, lo suficientemente objetivas para que tengan una cierta validez. Asimismo, pero ahora concluyendo en el sentido de finalizar, aludiremos, a manera de colofón, a la corte del emperador Rodolfo II en Praga, como el caso que mejor puede ejemplificar el fin de una época y de una determinada concepción artísticocultural.
Como insinuábamos al inicio de estas páginas, parece conveniente, según lo visto, el mantener el término Renacimiento para la Europa del quinientos, aunque necesite todo tipo de precisiones y matices. Y esto a pesar de no ser siempre los resultados tan rotundos y fruto de un proceso equiparable a la coherencia italiana, e incluso que haya constantemente que aludir al Gótico o a la tradición gótica, de enorme peso en Europa. Este sería el primer punto importante a concluir, que no siempre es una prolongación del gran estilo medieval, sino que, en ocasiones, se trata de un uso voluntario y consciente de su repertorio lingüístico que, a veces, es con fines críticos respecto a la alternativa clasicista. Lo que nos lleva a la cuestión de que estamos ante la intención de no conferir un valor absoluto y dogmático a ninguna forma ni modo artísticos, y a la idea de la disponibilidad lingüística de los repertorios. En este sentido, y como dando fe de la complejidad del tema, para explicar una parte importante del arte español del siglo XVI ha sido acuñado recientemente (1987) el término, elocuente por sí mismo, de arte gótico postmedieval.
El caso inglés es sintomático de lo dicho; podríamos considerar que aquí se vive el primer revival gótico en el siglo XVI, y no sólo por la insistencia de su arquitectura en el tema, o por la revitalización de la tradición caballeresca borgoñona, sino que la Edad Media adquiere un nuevo valor y consideración a fines de siglo, cuyos exponentes más significativos son los dramas de asunto medieval de William Shakespeare (1564-1616), buena parte de cuya producción teatral no se explica fuera de la emblemática corte isabelina.
Por lo que se refiere al Renacimiento Clásico, tal como quedó definido en su lugar es inaplicable en Europa, salvo el caso de Durero. Bien es verdad que en la propia Italia se mostró como una alternativa imposible, efímera en cuanto a duración, en general las dos primeras décadas del Cinquecento, y muy localizada geográficamente, Milán y Roma; no obstante, las bases y tradición de ese breve período son tan importantes y tan bien afianzadas que, por sí solas, serían uno de los procesos más coherentes seguidos en pro del modelo clásico.
El Manierismo como fenómeno más abierto, versátil y polivalente, que no propugnaba un modelo único y absoluto, sino que más bien suponía una serie de contestaciones a lo clásico, se adaptó mejor a Europa, permitiendo muchos eclecticismos inherentes al desarrollo artístico de los diferentes países, al tiempo que su innato experimentalismo resultaba altamente conveniente; de hecho, todo el arte europeo del siglo XVI es, más que nada, una continua experimentación, independientemente de los logros o de lo epidérmico de los puntos de partida, teniendo siempre como eje, para seguirlo o contestarlo, el modelo italiano. Casos como los vistos en la plástica flamenca, elaborados al margen de lo italiano, son excepcionales, como lo fueron también los repertorios abstractos de la decoración arquitectónica elaborados en Flandes -aunque aquí hay una dependencia de Fontainebleau, como vimos- o las propuestas de arquitectura religiosa de la reforma en Holanda.